Transformar vidas entre rejas
En centros penitenciarios de la ciudad de México, personas voluntarias de Cruz Roja no sólo salvan vidas, sino que dejan un efecto dominó de compasión hacia los demás.
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Durante décadas, la ciudad fronteriza de Cúcuta fue el punto de partida de las personas que escapaban de la inestabilidad de Colombia hacia una nueva vida en el vecino del norte. Hoy la situación es al revés y todos los meses más de 50.000 migrantes cruzan la frontera de Venezuela a Colombia, muchos de ellos con sus últimas pertenencias a cuestas. Sin dinero, ni siquiera para comprar un boleto de autobús, la mayoría se ve obligada a emprender un peligroso viaje a pie por zonas de gran altitud durante días y días, y atravesar tortuosos pasos de montaña, durmiendo a la intemperie con temperaturas extremadamente frías antes de llegar a la ciudad de Bucaramanga. A continuación relatamos sus vivencias.
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Yusmil tiene18 años y llegó a Colombia con su hermano. Los dos se unieron a un grupo más grande en el camino por seguridad. Como es mujer, generalmente le piden a ella que trate de conseguir un coche o un camión que la lleve a ella y el equipaje del grupo mientras el resto sigue a pie. La comunicación entre ellos es difícil porque no hay teléfono. Yusmil explica tímidamente que ya se gastó el dinero que le quedaba: los 10 dólares que consiguió vendiendo gran parte de su cabellera a un peluquero en Cúcuta. Con el poco cabello que le queda, se hizo una trenza.
“Vendí mi teléfono en Venezuela justo antes de irme, lo que me alcanzó para uno o dos días y cuando llegué a Colombia vendí mi cabello por 30.000 pesos (10 dólares) y ya los gasté en alquiler y comida.
“No sabemos dónde dormiremos esta noche, seguiremos caminando hasta que no demos más.”
“Conocí a José y a los demás en el refugio Divina Providencia en Cúcuta y pensé que sería una buena idea mantenernos en grupo cuando viajamos. Estoy un poco preocupada porque supe que algunas pandillas atacan a los migrantes en el camino, y no me hace ninguna gracia el clima frío de las montañas. No tenemos la ropa adecuada.»
“Salimos de Cúcuta en grupo, éramos unos veinticinco. Tratamos de ayudarnos mutuamente cuando había gente que se quedaba atrás. Por la noche, encontramos un quiosco donde una mujer nos dio galletas y agua para poder resistir. Caminamos una hora más hasta que encontramos un refugio improvisado donde pasamos la noche. A la mañana siguiente nos levantamos y emprendimos camino nuevamente”.
En el peaje de la principal autopista que se extiende en las afueras de Cúcuta, la luz del sol brilla en los bolsos de color verde y amarillo que cuelgan del cuello y los brazos de Jesús y Gabriela Campos. Pero no son bolsos ordinarios. En lugar de estar hechos de cuero, la materia prima de estas prendas coloridas y resistentes es la moneda de su Venezuela natal.
Debido a la hiperinflación y las sucesivas devaluaciones introducidas por el Gobierno, la pequeña cantidad de dinero que Jesús y Gabriela llevaron a Colombia no les alcanzó para nada, por lo que decidieron convertirlo en un producto comercializable.
Los bolsos están hechos con rectángulos de billetes de 1.000 a 100.000, plegados y entrelazados, todos tejidos por la pareja de artesanos oriundos de la ciudad costera de Valencia.
“Tomamos los billetes viejos y los convertimos en bolsos, billeteras, portachequeras y monederos», explica Gabriela con una voz que se eleva por encima del ruido ensordecedor de los automóviles y camiones que pasan. Los Campos venden en diferentes zonas de la ciudad, pero la parada del peaje, cerca del grill de salchichas y de los vendedores ambulantes de café, atrae una gran cantidad de coches.
“Un bolso lo puedes hacer con ochocientos billetes que en Venezuela te alcanzan apenas para comprar una golosina. Hace dos años, podías hacer algo con este dinero, pero hoy es imposible”.
Gabriela tiene a su padre enfermo en el hospital de Cúcuta, lo que a veces la aleja de su trabajo diario, pero dice que sus hijos pequeños también están aprendiendo el oficio familiar en la casita que tienen en Villa del Rosario. A veces, les lleva todo un día hacer un bolso.
Un automóvil disminuye la velocidad y se detiene. Por la ventana se asoma un posible cliente . Gabriela camina hacia él exhibiendo los bolsos, y Jesús continúa con su parte de la historia.
“Cuando llegué aquí, empecé a vender arroz con leche, lo que nos permitía pagar los 20.000 pesos colombianos (6 dólares) de alquiler diario. Los venezolanos querían pagarme con nuestra moneda; una vez incluso alguien me dio 90.000 bolívares en billetes de 1.000, era un montón. Pensé que pronto ese dinero no valdría nada, así que intenté hacer algo productivo con él.
“En mi casa, solía hacer adornos con paquetes de cigarrillos y papel de revistas y pensé que si podía hacerlo con esas cosas, podía hacerlo con los billetes”, agrega Jesús. “Mis primeros clientes fueron unos muchachos que estaban haciendo un paseo en bicicleta con fines benéficos, que compraron dos bolsos y me encargaron varios más. Podemos personalizarlos [estos accesorios] según el tamaño y el estilo que desees. Ayer me levanté a las seis de la mañana para vender bolsos en el peaje y terminé muy tarde en la noche”.
Para un niño de cinco años como Samuel García, crecer en Le Tigre, al este de Venezuela, no era fácil en las mejores épocas, pero lo es aún menos cuando se padece de una discapacidad severa. Al principio, su madre, Emily, lo llevaba todos los meses al centro de salud de la Cruz Roja Colombiana en Cúcuta donde recibía medicamentos y, posteriormente, lo examinaba un pediatra. Samuel padece del síndrome de West, un tipo extremo de epilepsia. Emily va rumbo a Medellín donde una fundación le ha ofrecido apoyo.
“Cuando Samuel tenía un año, le faltó oxígeno para irrigar correctamente el cerebro y eso le creó una lesión que lo llevó a este estado. No puede controlar los esfínteres y los pañales especiales que necesita no se consiguen en el país, por lo tanto, no fue aceptado en la escuela debido a lo complicado que es atenderlo”.
Corriendo por el refugio con una camiseta de Spiderman en una cálida tarde de noviembre, Samuel no parece darse cuenta de que se encuentra en medio de un viaje que cambiará su vida. Pero Emily explica que la decisión de irse se volvió urgente.
“Además del autismo y los problemas motores, Samuel sufre convulsiones y entra en estado de shock. Si no son tratadas, las convulsiones pueden dejarlo en estado vegetativo”.
Sentadas en círculo en el patio, las mujeres observan a una enfermera que se tiende en el suelo para mostrarles las técnicas de primeros auxilios. De repente, un hombre es trasladado por la puerta principal en medio de un ataque violento, rodeado por el personal.
A pesar de la impresionante campaña de financiación colectiva que realizó Emily (Samuel tiene una cuenta de Instagram) con objeto de recaudar fondos para importar medicamentos de España y Estados Unidos, esta situación no era sostenible, así que decidió que lo mejor para los dos era irse del país. Emily dice que le aconsejaron que solicitara asilo en Colombia por motivos médicos.
“Tenemos pasaporte pero no residencia en Colombia, así que quiero regularizar nuestra situación para que Samuel pueda ingresar a una escuela especial y tener acceso a una atención médica especializada. Yo era chef en Venezuela, pero mientras solicito asilo no puedo trabajar legalmente”.
Cerca del centro de salud de la Cruz Roja Colombiana en Cúcuta, un flujo constante de personas atraviesa el puente Simón Bolívar desde Venezuela hacia Colombia. Pero no todos están aquí para quedarse.
El hijo de Bianca Rodrigues, Alejandro, es el último paciente del día en ser examinado por médicos agotados, y después de eso la familia hará un viaje de regreso de varias horas a su ciudad natal de San Cristóbal en Venezuela. Bianca lleva a sus hijos al otro lado de la frontera todas las semanas para que reciban atención médica y medicamentos que no se consiguen en su país.
“Mi hijo Alejandro tiene apenas diez meses y hoy tiene fiebre. Sufre constantemente de alergias que le cierran los bronquios y le provocan infecciones respiratorias. Lo llevé por primera vez a Cúcuta cuando tenía dos meses y medio y lo hospitalizaron durante 15 días.”
“Vivo en San Cristóbal, en Venezuela, justo al otro lado de la frontera pero no hay pediatras en mi ciudad, así que debo viajar a Colombia todas las semanas. Es una situación desesperada: no hay antibióticos y la falta de médicos es tal que solo se atienden urgencias. Está a solo 40 km de distancia, pero el transporte es pésimo, y lleva mucho tiempo cruzar la frontera colombiana ya que la policía revisa las maletas de todo el mundo.
“Mi sueño es mudarme aquí, pero no tengo dónde quedarme y la guardería es muy cara. También tengo otros dos hijos de 5 y 3 años. Al menos en San Cristóbal tengo a mi madre que a veces puede cuidar a Alejandro y a mis otros dos niños cuando trabajo. A veces vengo a Cúcuta a trabajar vendiendo galletas en la calle y eso me ha permitido ahorrar un poco de dinero. Pero desde que Alejandro se enfermó, me ha sido más difícil hacerlo”.
El bosque que hay detrás de la principal terminal de transporte de Bogotá se ha convertido en un asentamiento irregular, que se extiende hacia las calles aledañas. Brihan y su familia, al igual que cientos de otros migrantes, ha instalado aquí temporalmente su hogar. Los refugios, levantados con material encontrado entre la basura, se alinean precariamente a lo largo de las calles. Los campamentos están divididos por las vías del tren y, a veces, una locomotora pasa dando resoplidos por donde hay personas reunidas alrededor de pequeñas fogatas.
“Llegué aquí con mi familia hace cinco días, pero no sé si quiero quedarme en Bogotá. No estoy seguro de lo que vayamos a hacer después. He sabido que Ecuador no está mal, pero si encuentro trabajo me quedaré aquí.
“En mi país trabajaba como jardinero y limpiaba piscinas. Tengo tres hijos: uno de 8 años, uno de 3 y uno de 8 meses y les estamos dando unos días para que se recuperen del viaje. Nos demoramos cinco días desde la frontera. Solo vimos un refugio en el camino, pero a veces los colombianos nos llevaron en coche y nos dieron comida.
“Uno de mis hijos está con fiebre. Cuando llegamos a Bogotá, fuimos al hospital y le aplicaron una inyección para aumentar sus defensas, pero en general solo brindan de forma gratuita la atención de emergencia y el tratamiento posterior cuesta dinero. Traje 2.000 pesos (75 centavos de dólar), así que no puedo costear eso.
“Nunca pensé que me encontraría en este tipo de situación y que mis hijos tendrían que ver esto, pero no tenemos alternativa. He sabido que en Ecuador la guardería es gratuita, por lo que podríamos dejar a los niños en un lugar mientras trabajamos, y tal vez haya más posibilidades de acceder a la atención médica.
“Anoche construí este refugio con los materiales que nos dieron nuestros vecinos. Antes, dormimos contra la pared con una lona. No es un buen ambiente para los niños, hay ratas, la gente se pelea todo el tiempo y algunos se drogan. Espero que logre hacer mejores contactos, conseguir un trabajo en la construcción y sacarlos de aquí”.
Luimer e Itza pasaron meses vagando por las calles en busca de trabajo y alojamiento para instalarse en Bucaramanga antes de regresar a su país para buscar a sus dos hijos. Ahora Luimer enseña música en una iglesia e Itza trabaja como empleada doméstica para una señora colombiana. Después de participar en el censo, obtuvieron los documentos de residencia, están en proceso de inscribir a sus hijos en la escuela y esperan obtener la nacionalidad por la madre de Itza que es colombiana. La experiencia de Itza nos muestra la coincidencia de las pautas de migración en la región: la abuela de Itza viajó a Venezuela hace décadas para huir de la inestabilidad, y ahora su nieta está haciendo el viaje de regreso.
LUIMER: “Somos de San Cristóbal (Venezuela), cerca de la frontera con Colombia. En mi vida anterior, era profesor de música y tenía 160 alumnos. Pero la economía cayó en crisis. Poco antes de partir, en el autobús que iba a la iglesia de San Cristóbal, me robaron el bolso con el pasaporte, y justo después me ofrecieron un trabajo en una iglesia en Bucaramanga. El Señor se manifiesta de manera misteriosa.
“No había tanto trabajo como me prometieron, así que cuando llegamos tuvimos que salir a la calle y nos pusimos a vender chocolates, lavar coches, trabajar en obras de construcción, etcétera. He hecho muchas cosas que nunca pensé que haría. Antes apenas sabía usar un martillo. Ahora tengo un trabajo en la Iglesia Vida Libre como profesor de teclado, batería y guitarra.
“Al principio vivíamos en una habitación de apenas un metro de ancho. Ahora siento que esta es nuestra casa familiar, la hemos decorado y nos hemos instalado lo más bien, y tenemos un perro.
“La Cruz Roja local organiza todas las semanas una reunión social para los migrantes. Muchos venezolanos entran en su propio modo de supervivencia cuando llegan y no siempre se relacionan entre sí, así que hace bien reunirse para compartir historias y hacer amigos”.
ITZA: “Solía trabajar en un café, con el salario mínimo. Pero hace dos años, esto no nos alcanzaba para vivir.
“Mucha gente se ha ido. Mi padre está en Perú. Mi cuñado y mi hermana están en Chile; unos amigos en Ecuador, un primo en Panamá… pero mi madre y mi hermana volvieron a San Cristóbal (Venezuela) y dejamos a los niños con ellas mientras nos instalamos aquí, lo que requiere una voluntad de hierro.
“Nos gusta aquí porque queda bastante cerca y podríamos visitar a nuestra familia de vez en cuando. Mi padre me ha dicho que puede conseguirnos trabajo en Perú, pero no sé si quiero vivir una mudanza otra vez”.
A medida que comienza la temporada de huracanes en el Atlántico y aumentan los casos de Covid-19, países como Honduras, todavía muy afectados por las tormentas del año pasado, se ven obligados a gestionar crisis múltiples y superpuestas.