Transformar vidas entre rejas
En centros penitenciarios de la ciudad de México, personas voluntarias de Cruz Roja no sólo salvan vidas, sino que dejan un efecto dominó de compasión hacia los demás.
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En Monrovia, la capital de Liberia, los voluntarios de la Cruz Roja explican a los habitantes la necesidad de proseguir las actividades de prevención del ébola. Fotografía: Stephen Ryan/Federación Internacional
Alo largo de los siglos, las epidemias y las ciudades no se han llevado bien. En 430 antes de Cristo, la viruela mató a un quinto de la población de Atenas y en 1334 la peste se cobró la vida de un tercio de los 90.000 habitantes de Florencia en seis meses. A mediados de los años 1800, una epidemia de cólera devastó Londres y ayudó a configurar algunas de las primeras estrategias urbanas de salud pública.
“Hace cien años, los grandes brotes urbanos no se resolvieron gracias a la medicación, sino al saneamiento y la eliminación de basura”, señala Amanda McClelland, responsable principal de la Unidad de Salud Pública en Emergencias de la Federación Internacional.
“Hoy muchos de los nuevos centros urbanos son grandes barriadas superpobladas sin la infraestructura necesaria para evitar las enfermedades. ¿Nos hallamos nuevamente expuestos a los mismos riesgos que enfrentamos en el siglo XIX?”.
Lo que paralizó Londres entonces —falta de saneamiento, hacinamiento, rápido crecimiento demográfico a causa de la migración— se asemeja en forma alarmante a lo que provoca hoy las epidemias urbanas. Según las Naciones Unidas, el saneamiento deficiente y la falta de agua potable causan alrededor del 80% de las enfermedades en los países en desarrollo. Ahora bien, 2.500 millones de personas en el mundo carecen de estos servicios esenciales y muchas de ellas viven en ciudades. Más de la mitad del mundo ya está urbanizado y para 2050 se prevé que más del 70% de sus habitantes vivan en las ciudades.
La mayoría de los brotes mortales en los últimos años se dieron principalmente en las zonas urbanas, lo que contribuyó a su rápida propagación y complicó su contención. Tanto el brote de ébola de 2014-2015 en África Occidental como el de fiebre amarilla en Angola y la República Democrática del Congo de 2016 causaron graves dificultades en entornos urbanos superpoblados.
Del sudeste asiático a América Latina, las enfermedades transmitidas por mosquitos, como el dengue, el zika y el chikunguña, prosperan en ciudades densamente pobladas con una infraestructura precaria y una gestión de desechos inadecuada. Mientras tanto, el cólera ha vuelto a manifestarse en muchas partes del mundo, principalmente en los barrios superpoblados con un saneamiento deficiente.
La urbanización también tiene su lado positivo. Las ciudades pueden utilizar los recursos de manera más eficiente y sostenible, y proporcionan escuelas, hospitales y empleos a millones de personas en zonas relativamente pequeñas. En caso de crisis, la ayuda puede llegar rápidamente. En los países industrializados, según la revista médica The Lancet, la salud de las personas en las ciudades ha mejorado. Esta conocida ventaja urbana se debe en gran medida a que existe un mejor acceso a la asistencia de salud y la infraestructura. Las ciudades también ofrecen una mayor cohesión social y apoyo, que suele asociarse con una mejor salud.
Sin embargo, en muchos países en desarrollo, estas oportunidades tienen un precio. La migración a las ciudades sobrecarga los servicios y sistemas urbanos. Se calcula que 1.000 millones de personas viven en viviendas de baja calidad en terrenos no aptos para la construcción, con escasos servicios y limitaciones de infraestructura que no les permite estar a salvo en caso de desastre o enfermedad. Muchos están allí ilegalmente, sobreviviendo sin electricidad ni agua, escondiéndose de las miradas indiscretas, pero también de beneficios potenciales como los servicios sociales y de salud.
En medio de casas improvisadas y calles miserables, donde la gente subsiste como puede, los microbios encuentran un suelo fértil en el agua sucia, los desechos sólidos o los mosquitos, que no saben de límites municipales, y causan enfermedades como el zika, el ébola, el cólera y la fiebre amarilla.
Como actores en estas epidemias, los entornos urbanos desempeñan un doble papel: ayudan a la transmisión y obstaculizan la respuesta a ella.
En la ciudad de Tuguegarao, la Cruz Roja de Filipinas distribuye artículos de higiene y mosquiteros tras el tifón Haima en octubre de 2016. Fotografía: Mirva Helenius/Federación Internacional
Tomemos el caso del zika que era relativamente inofensivo en el África rural hasta que llegó a las concurridas calles de las ciudades brasileñas. Dada la tasa de urbanización del 80% en el continente americano, la pregunta respecto del brote de zika ya no era saber si se iba a declarar sino cuándo. A fines de 2016, se habían notificado en este continente más de 500.000 casos sospechosos.
El mosquito Aedes aegypti, responsable tanto de la fiebre amarilla como del zika, puede reproducirse prácticamente en cualquier sitio. Los lugares predilectos son la basura y los depósitos de agua, como los que se forman en neumáticos fuera de uso, tapas de botellas y canaletas obstruidas.
Según la Organización Mundial de la Salud, “los estudios sobre el radio de vuelo indican que la mayoría de las hembras del Aedes aegypti pueden pasar toda la vida en el interior de las casas en las que se han convertido en adultos o alrededor de ellas. Esto implica que son las personas, más que los mosquitos, quienes propagan rápidamente el virus en las comunidades o lugares donde residen o de una comunidad o lugar a otro”. En las ciudades superpobladas del continente americano el zika cundió como reguero de pólvora.
“Cuando una persona infectada en un lugar se traslada a otro, la infección prolifera rápidamente”, dice Juan Carlos Álvarez, consultor en control de vectores para la operación que realiza la Federación Internacional para luchar contra el zika en la región de América. “El zika se propagaba de un barrio a otro en cuestión de horas”.
La intervención que motivó el zika planteó otros retos. En las zonas rurales, la población era receptiva a lo que se decía sobre el virus pero, en la ciudad, los mensajes habían producido cierto cansancio y la participación de las comunidades resultó más difícil. A menudo, simplemente no se disponía de la persona capaz de llegar rápidamente a todos los hogares en los barrios densamente poblados. Además, en la sociedad machista del continente americano, conversar con las mujeres era difícil cuando los hombres estaban trabajando.
Cuando la gente cuenta
Cuando se sabe dónde ocurre un brote y quién se ve afectado, se pueden salvar vidas. Así pues, cuando se declaró la epidemia de cólera en Haití el año 2010, la falta de vigilancia en ciertas zonas de Puerto Príncipe tuvo efectos dramáticos.
“Una persona con cólera se consideraba una ‘persona sucia’. Por lo tanto, la gente que contraía la enfermedad trataba de ocultar los síntomas”, explica Angeline Brutus, coordinadora de Salud Comunitaria de la Federación Internacional para Cuba, la República Dominicana y Haití. Esto implicó que no se notificaran todos los casos y, como la estigmatización también se extendió a las zonas rurales, en la ciudad no se pudo hacer un seguimiento adecuado de la rápida propagación de la epidemia.
En Haití, el número de nuevos casos se multiplicó por diez, sobre todo en los barrios pobres de Puerto Príncipe, con lo cual los hospitales especializados no daban abasto y los voluntarios y empleados rápidamente se vieron abrumados. El estigma sumado a la falta de recursos agravó una situación ya peligrosa.
Dado que era imposible llevar una cuenta exacta de los casos, la Cruz Roja de Haití, en colaboración con el Ministerio de Salud y el UNICEF, hizo lo necesario para que las comunidades pudieran encargarse de gestionar su propia vigilancia.
“Creamos una red con los voluntarios y los trabajadores de salud, desde luego, pero también con líderes religiosos, maestros, parteras y cualquier persona que tuviera la capacidad de reunir a la gente”, observa Brutus. “Se encargaron de ver los casos de diarrea y brindaron primeros auxilios y atención inicial. Al final, la comunidad se encargó de vigilarse a sí misma. El sistema se hizo mucho más eficiente y el número de casos disminuyó considerablemente”.
Valiéndose de teléfonos móviles, así como de todo medio de comunicación, desde la mensajería de texto hasta visitas a domicilio, se enseñó a la población a alertar a la Cruz Roja o a un trabajador de salud cada vez que se detectara un caso de diarrea, generándose así una reacción en cadena que terminaba con una intervención. Si bien es más fácil llegar a un mayor número de personas de manera más eficaz en una ciudad superpoblada, es también más difícil efectuar un control. Sin el sólido pilar de la comunicación, los esfuerzos de vigilancia habrían fallado.
Nunca fue tan evidente la necesidad de una buena comunicación urbana como en el año 2016 en Angola cuando se declaró el brote de fiebre amarilla. La fiebre amarilla, una vieja enfermedad, había desaparecido en el continente americano, pero persistió en el África rural donde se registraban de tanto en tanto brotes moderados, hasta que surgió en los barrios pobres de Luanda, la capital angoleña.
Recuperándose aún de una larga guerra civil, Angola posee una infraestructura deficiente. Muchos habitantes de los barrios pobres, al carecer de una instalación sanitaria adecuada, almacenan el agua en recipientes abiertos, terreno de cultivo predilecto del Aedes aegypti. El hacinamiento en las zonas urbanas contribuyó a la rápida propagación de la enfermedad.
La Cruz Roja Angoleña participó en una vasta campaña de vacunación dirigida por el gobierno, pero la epidemia continuó, debido en parte a la escasez de vacunas, pero también a la falta de comunicación que tuvo consecuencias desastrosas. Tradicionalmente solo se vacunaba a las mujeres y los niños, los hombres quedaron fuera de la campaña. “Ahora bien, los hombres se desplazan por el trabajo y las actividades comerciales, con lo que la enfermedad se propagó por todo el país y llegó a la República Democrática del Congo”, explica McClelland, de la Federación Internacional.
Mediante grupos de coordinación, encuestas e información obtenida de la comunidad, la Cruz Roja logró contrarrestar la situación y ajustar su modo de proceder, mientras los trabajadores comunitarios y los voluntarios difundieron mensajes de salud que contribuyeron a llevar a cabo la campaña de lucha contra la fiebre amarilla. El gobierno amplió las horas de vacunación para tener en cuenta a los hombres que trabajaban: de regreso a su aldea podían así dejar sus herramientas durante unos minutos y ocuparse de su salud.
Las personas que emigran a la ciudad llevan consigo sus tradiciones y costumbres.
Por ejemplo, en Haití, cuando una persona moría de cólera , amigos y familiares se juntaban en la casa del difunto, facilitando así el contagio entre ellos y favoreciendo la infección. La gente regresaba luego a su casa y diseminaba la bacteria en su propio barrio.
En África Occidental, los ritos funerarios tradicionales incluyen no solo las visitas de los numerosos dolientes, sino también un estrecho contacto con el cuerpo del difunto. El ébola se transmite a través del contacto con fluidos corporales, por lo tanto, cuantas más personas hay alrededor, mayor es el riesgo de contagio. Dadas las condiciones de hacinamiento de las ciudades de África Occidental y la falta de saneamiento adecuado, las probabilidades de transmisión del ébola eran mucho mayores que en el campo, donde las casas están más distantes unas de otras.
El estigma también puso trabas a la acción contra el ébola. La enfermedad mató al 70% de los infectados: las familias, en lugar de admitir que alguien acababa de morir, escondían los cadáveres en la casa, acto que quizás era más fácil de realizar en una ciudad anónima que en las zonas rurales donde todo el mundo se conocía. Cuando los conductores de ambulancias llegaban a buscar un muerto a menudo salían con las manos vacías, si no con algo peor.
Roselyn Nugba-Ballah, que en el momento de la epidemia del ébola era supervisora de los equipos de entierro seguro y digno de la Cruz Roja de Liberia en Monrovia, recuerda la hostilidad.
“Nuestros equipos a menudo fueron víctimas de ataques y tuvimos que recurrir a agentes de policía para que nos acompañaran. Uno de mis equipos fue perseguido con machetes y a otro lo tuvieron como rehén en el coche. A veces, cuando encontrábamos los cadáveres, estos se hallaban en estado de descomposición por el tiempo que había pasado”.
El tradicional lavado de los cuerpos con las manos era tan peligroso que los equipos de entierro de la Cruz Roja usaban bolsas de plástico para hacerlo, lo que reavivó dificultades que ya se tenían bajo control.
“Hicimos un compromiso con la comunidad antes de los entierros y seguimos todo el proceso tradicional, aparte del lavado. Cuando explicamos a la población, esta comenzó a entender por qué la tradición del lavado era tan peligrosa”, señala Daniel James, que fue jefe de entierros nacionales seguros y dignos para la Cruz Roja de Sierra Leona durante la crisis del ébola.
En todas estas epidemias, los voluntarios y los trabajadores de salud, al trabajar en estrecha colaboración con las comunidades, pudieron obtener algunas victorias y salvar vidas. Hablaban el idioma local, describían minuciosamente lo que debía o no debía hacerse y derribaron los mitos, como por ejemplo el de que la enfermedad había sido propagada por los que prestaban ayuda. Al final, lograron superar la falta general de conocimientos que puede cundir cuando las personas viven en condiciones de hacinamiento e insalubridad y los servicios y la información de la que disponen son escasos.
Hace mil años, las caravanas viajaban tranquilamente a lo largo de la vieja ruta de la seda que dividía Asia y Europa. Los comerciantes no tenían prisa y vendían aquí, compraban allá y se movían en el mundo que conocían durante muchos meses.
Hoy, un viaje similar lleva apenas unas horas. En el mundo globalizado en el que vivimos, las enfermedades que podrían desaparecer en tránsito vuelan directamente a su destino, alimentadas en los aeropuertos que tiene cada gran ciudad.
Todo lo que se necesita es una persona infectada, quizás sin diagnosticar, que se embarque en un avión.
La globalización es una de las nuevas fronteras de las enfermedades infecciosas, una amenaza que pocos podrían haber pronosticado hace solo unas décadas. Los fantasmas del bioterrorismo, la resistencia antimicrobiana y el impacto potencial del cambio climático son factores nuevos, que aún no se entienden bien. Incluso las enfermedades más conocidas pueden encerrar algunas sorpresas: después de todo, nadie esperaba que el zika pudiera hacer tanto daño.
“Desde 2010 se han descubierto unas 87 enfermedades infecciosas”, asegura Amanda McClelland. “Tomemos el Aedes aegypti, al que tanto le gusta el entorno urbano. Este mosquito transmite el zika, el dengue, el chikunguña y la fiebre amarilla, y es posible que otras enfermedades también, de las cuales cualquiera podría convertirse fácilmente en la próxima epidemia y cuyas consecuencias desconocemos totalmente”.
Louise Marie Daniel, jefa de equipo para la movilización social de la Cruz Roja de Haití, enseña a los residentes de Tiburón (Haití) a tratar el agua y usar los estuches contra el cólera tras el huracán Matthew en 2016. Fotografía: Maria Santto/Federación Internacional
Forjar la confianza escuchando y respondiendo a las preocupaciones de la comunidad.