Transformar vidas entre rejas
En centros penitenciarios de la ciudad de México, personas voluntarias de Cruz Roja no sólo salvan vidas, sino que dejan un efecto dominó de compasión hacia los demás.
migrantes de África y de otros continentes se encuentran ahora atrapados por la pandemia en América Latina, varados en un limbo mientras esperan la oportunidad de una vida mejor.
Septiembre 2020 Reportaje: Greg Beals Luciano Corallo Fotografía: Sebastián Corallo
Aisha está sentada frente a una tienda verde oscuro de un campamento de migrantes instalado cerca de la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. Es la temporada de lluvias, exactamente como si estuviera en su pueblo natal de África Occidental, del que la separan 9.200 kilómetros. Su viaje ha sido una tragedia que comenzó mucho antes de que decidiera, hace dos años, huir de su país porque la invadió el pánico. Ha pasado por Brasil, Perú, Ecuador, Colombia, Panamá y ahora está aquí, en este pequeño campamento.
Contrabandistas, narcotraficantes, selvas aparentemente impenetrables… El viaje ya sería bastante difícil en circunstancias normales. Añadamos a eso el coronavirus. Migrantes como Aisha viajan a través de algunos de los países más afectados por la pandemia –Colombia, Brasil, Panamá y México, entre otros– para llegar a Estados Unidos, que tiene el mayor número de casos de covid-19 del mundo.
Pero el mayor impacto del covid-19 en la vida de los migrantes ha sido en su capacidad para desplazarse. Ya no pueden pasar por los puestos de control del gobierno; en los lugares donde la situación es crítica, se les recomienda que se queden hasta que mejoren las condiciones sanitarias. En Panamá, por lo general se instalan en ciudades pequeñas fuera de los marcos institucionales, mientras que en Costa Rica, suelen vivir en alojamientos temporales proporcionados por el gobierno, donde prestan servicios organizaciones como la Cruz Roja. Quienes optan por evitar los puestos de control y los alojamientos oficiales corren el riesgo de sufrir aún más abusos.
En lugares como estos, la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias se esfuerzan por mantener a la gente en el presente. Se organizan múltiples actividades, como voleibol y fútbol, se les da la posibilidad de hacer llamadas a su familia y se les brindan servicios esenciales como comida, artículos de higiene, apoyo psicológico y promoción de la salud y la higiene.
Cuando no hay desplazamiento, ganan terreno los recuerdos. Aisha piensa en su hogar, allí donde hasta solo un mes antes de partir, no tenía otra preocupación aparte de su trabajo como socióloga, su relación con su marido en el ejército y la crianza de su hija. Ahora tiene tanto miedo de lo que pueda ocurrirle si vuelve a su país, que pide que no se revele su verdadero nombre.
En el verano de 2018, el marido de Aisha le dijo que estaba harto de su vida en el ejército. Un día durante una misión, su unidad desertó. «Sabían que si no acataban una orden, corrían el riesgo de que se les matara», recuerda Aisha.
El marido (Aisha pidió que no se diera su nombre) calculó que lo arrestarían en el aeropuerto si intentaba huir por avión así que , en septiembre de 2018, se puso en contacto con redes de contrabandistas y salió en barco rumbo a Colombia en un viaje que duraría un mes.
Hombres desconocidos venían a visitar a Aisha cada vez con más frecuencia y le decían que eran «amigos» de su marido, y preguntaban por su paradero. «Entendí que eran militares vestidos de civil», cuenta. «Temía por mi vida y la de mi hija».
El plan era ir a Brasil con Leila, su hija de 2 años, y luego trasladarse a Colombia para encontrarse con su marido. «En mi país, la visa brasileña es la que se puede conseguir más rápidamente y mi solicitud fue tramitada fácilmente. Como soy socióloga, dije a las autoridades que iba a Brasil para profundizar mis conocimientos de la cultura brasileña».
Según funcionarios de las Naciones Unidas, las enérgicas medidas adoptadas en Europa contra los migrantes que cruzan sus fronteras, junto con los informes sobre la esclavitud en Libia, llevaron a los contrabandistas a buscar otras rutas hacia los países más desarrollados de Occidente. Desde 2015, las redes de contrabando de fuera del continente americano comenzaron a explorar la larga y extremadamente peligrosa ruta que atraviesa América Latina hacia Estados Unidos y Canadá.
Para muchos migrantes africanos, eso significa que primero tienen que cruzar el océano. Samuel, de 45 años, es un barbero del norte de Nigeria que soñaba con cortar el pelo en los Estados Unidos de América. Estaba dispuesto a pagar cualquier precio, incluso tentar a la muerte, con tal de vivir su sueño.
En 2016, partió del lago Chad rumbo a la costa de Nigeria, adonde llegó de contrabando a bordo de un barco con destino a Colombia. Cuando subió a bordo, el contrabandista le dijo que tenía un 50 por ciento de posibilidades de sobrevivir. Durante los tres meses de viaje, sufrió mareos y hambre. Un día el capitán del barco encontró a Samuel en la bodega y lo amenazó con arrojarlo al océano, pero una intervención concertada de varios miembros de la tripulación le salvó la vida.
Tras su llegada a Colombia, Samuel (que pidió que no se utilizara su nombre completo) tuvo que enfrentarse a contrabandistas, narcotraficantes y selvas aparentemente impenetrables; el viaje fue bastante duro hasta que llegó a la frontera con Estados Unidos. Allí fue detenido y encarcelado durante siete meses antes de que lo deportaran de vuelta a Nigeria.
Pero el sueño de Samuel seguía vivo. En 2019, después de ahorrar suficiente dinero para hacer el viaje de nuevo, llegó de vuelta a América Latina para dirigirse rumbo al norte. Obligado por las circunstancias a permanecer en Costa Rica, Samuel comenzó a soñar nuevamente con su nueva existencia. Recordó una conversación que había tenido con un oficial de fronteras cuatro años antes en Costa Rica. «Todos los migrantes sueñan con los Estados Unidos», le dijo el agente de inmigración. «¿Por qué no te quedas en Costa Rica y vives tu sueño americano aquí?»
Mientras tanto, otros grupos de migrantes, provenientes principalmente de Haití y Cuba, tratan también de hacerse camino hacia Estados Unidos pasando por América Latina. El viaje es increíblemente largo. A menudo durante la travesía hay niños que nacen y que, por lo tanto, adoptan la ciudadanía del lugar de nacimiento. Así pues, niños chilenos, ecuatorianos, panameños y costarricenses se desplazan por la ruta del hambre con sus familias.
Los colaboradores de la Cruz Roja de América Central se esfuerzan por mostrar a los migrantes los comportamientos básicos para protegerse del covid-19 –la importancia del distanciamiento social, la higiene y el uso de mascarillas, entre otras cosas–.
«Imagínate a un migrante que no tiene la posibilidad de aislarse, mantener la distancia social, tener algunos ingresos para comprar alimentos, gel desinfectante o agua», observa Jono Anzalone, jefe de operaciones de respuesta en casos de desastre y crisis de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja. «¿Cómo puede un migrante protegerse en medio de esta pandemia?”
Además, es un verdadero problema lograr que las personas, cuyo futuro depende enteramente del desplazamiento de un país a otro, acepten los peligros del coronavirus.
«No creen que el covid-19 exista», dice José Félix Rodríguez, coordinador regional de migración de la Federación Internacional. «Se sienten frustrados porque no pueden continuar su camino hacia el norte».
Muchos opinan que las cuarentenas y los cierres de fronteras relacionados con el covid-19 han reducido drásticamente la ola de migrantes, pero no la han detenido por completo. Las corrientes migratorias han continuado a pesar de la pandemia. Las condiciones que han impulsado a las personas a migrar siguen presentes. «La pandemia no las ha disuadido», asegura Anzalone.
El cierre de las fronteras ha aumentado la vulnerabilidad de los migrantes que transitan por América Central, ya que los controles se han vuelto más rigurosos y muchos se han visto obligados a permanecer en albergues que no estaban preparados para acoger a tanta gente y por tanto tiempo.
Muchas personas viven en condiciones muy precarias en toda la región debido al hacinamiento en esos albergues, al acceso muy limitado al agua limpia, así como a la falta de equipo de protección –como mascarillas–,alimentos u otros artículos esenciales.
Sin embargo, tal vez la prueba más dura de su viaje sea cruzar el Tapón del Darién, una porción de tierra selvática que separa a Colombia de América Central.
Los que buscan un camino hacia el norte a través del Darién viajan en grupos de unas 400 personas. Aisha dijo que cada persona paga entre 20 y 40 dólares por el viaje. En la selva, si no puedes caminar, te abandonan a tu suerte. En un corto período de tiempo, el grupo grande se divide en grupos más pequeños de unas 100 personas: los más rápidos adelante y los más lentos detrás. “Hemos visto a la gente abandonar a su propia familia allí”, cuenta Aisha. “En la selva, no esperas a nadie y no hay amigos. Todos intentan salvar su pellejo”.
En el Darién, Aisha y su familia conocieron a una pareja de Guinea. La mujer estaba embarazada de 6 meses. La pareja había sido abandonada por su grupo. Ella había vomitado sangre y perdió a su hijo. Cuando Aisha encontró a la mujer, la pareja ya había pasado unos seis o siete días en la selva sola. «Los convidamos con galletas para que comieran algo, pero la mujer no pudo tragar nada; tenía la cara y los pies hinchados», cuenta Aisha. La pareja logró atravesar la selva a duras penas.
Al cuarto día, Aisha vio con sus propios ojos a unos buitres que descendían hacia un río. En el agua, yacía el cadáver de un hombre con zapatos blancos y negros. “Los buitres comenzaron a despedazar su cuerpo”.
Aunque los peligros son parte de estos viajes, la esperanza también. Si logran cruzar las innumerables fronteras de América del Sur y Central y llegar a Estados Unidos, Aisha y su familia podrían establecerse con su tío que vive en Colorado. «Mi objetivo es llegar a la casa de mi tío en Estados Unidos y comenzar una nueva vida para poder seguir estudiando sociología», explica.
“Lo que me da esperanza es la vida que tengo ahora mismo», dice. «Hasta ahora he sobrevivido al viaje por Perú, Ecuador y la selva mortal. Y si he logrado todo esto, sé que puedo realizar mi sueño con el favor de Dios”.
Shall we rethink the methaphors used to describe volunteers?