EL PUENTE DE LA ESPERANZA

Cruz Roja Media Luna Roja sale al camino con los migrantes que emprenden un agotador viaje a través de los gélidos pasos de montaña del norte de Colombia.

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Bajo el sol abrasador del mediodía, el puente internacional Simón Bolívar que une Colombia y Venezuela soporta con dificultad el tránsito incesante de personas y maletas. Los recién llegados, muchos de ellos con sus últimas pertenencias a cuestas, apenas se dan vuelta para observar las colinas de Venezuela que se van desvaneciendo lentamente, pero caminan con determinación hacia un nuevo horizonte.

La ciudad fronteriza colombiana de Cúcuta representa el cambio de suerte de ambos países. En décadas pasadas, fue la última parada en la frontera para los colombianos, que escapaban de la violencia armada y el estancamiento económico y se iban a su vecino del norte más pacífico y próspero en busca de trabajo. Hoy sus antiguos anfitriones están haciendo el viaje inverso.

Antes por el puente transitaban vehículos, pero hoy es únicamente para peatones, lo que demuestra el dramático aumento de venezolanos que abandonan su tierra natal.

Uno de los viajeros es Yusmil Carmona. Sin un peso en el bolsillo, esta joven de 18 años vendió la mayor parte de su cabello en Cúcuta por 10 dólares, una práctica común entre las mujeres migrantes a su llegada a Colombia, pero los gastó rápidamente en comida y alquiler. Está decidida a «caminar hasta que no podamos más», pero ella y su hermano se mantendrán cerca de un grupo de migrantes que conocieron en el camino.

Los rumores sobre bandidos que roban y asaltan a los migrantes en el camino la tienen preocupada, y las condiciones climáticas aún más.

«Hemos sabido que ha muerto gente en el páramo, y ni siquiera tenemos la ropa adecuada».

El Páramo de Berlín, la zona montañosa más fría del camino, es uno de los mayores temores de los migrantes que avanzan a través del norte de Colombia: elevados y escarpados picos que bordean caminos tortuosos que se elevan a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, la temperatura que desciende varios grados bajo cero y los rumores que circulan entre los migrantes de personas congeladas en el camino, aunque la Cruz Roja Colombiana no ha tenido ningún caso confirmado de esto.

No les queda alternativa

No todos los que están en Cúcuta tienen la intención de pasar por “el páramo” o emprender un largo viaje. Gran cantidad de personas cruzan la frontera durante el día para comprar y vender productos u obtener consultas médicas o una receta para medicamentos .

Después de un largo turno, secándose la frente, el Dr. John Edison Mayoral toma un rápido respiro en una unidad móvil con aire acondicionado en el centro de salud de la Cruz Roja en La Parada. Por haber crecido en Putumayo, en la frontera con Ecuador, el Dr. Mayoral tiene experiencia de trabajar en zonas que están bajo el control de grupos armados, donde los trabajadores de salud del gobierno tenían prohibido entrar.

«Antes, ayudaba a las personas que siempre habían tenido dificultades, pero aquí estoy ayudando a gente acostumbrada a tener algo y ahora no tienen nada. A menudo tengo que desempeñar el papel de psicólogo: vienen aquí para liberar sus frustraciones, lloran, se sienten deprimidos, no saben qué hacer, quieren quedarse en su país, pero no tienen otra alternativa que irse porque no tienen nada que comer.

Dondequiera que vayan, las personas suelen llegar con una serie de dolencias. “Las madres llevan a sus hijos con vómitos, fiebre, diarrea y deshidratación. Muchas veces aconsejo a los migrantes que descansen uno o dos días cuando vienen aquí, pero muchos simplemente se toman el medicamento y se van”.

Debido a los controles fronterizos más estrictos, los migrantes que ingresan a Colombia deben presentar oficialmente un pasaporte válido o una tarjeta migratoria. Muchos de los venezolanos no tienen documentación válida, e indican que los nuevos pasaportes son costosos y pedirlos es un procedimiento engorroso debido a la burocracia y a la escasez de papel y tinta.

Estas medidas han dado lugar a un aumento en el número de migrantes que ingresan a Colombia por trochas (senderos no oficiales) muchos de los cuales se encuentran bajo el control de pandillas armadas, que han sido acusadas de tráfico de migrantes vulnerables. Desde el puente Simón Bolívar, se pueden ver en la distancia a orillas del río Tichara, figuras que entran cautelosamente en el agua para vadear el río.

Fuera de una entrada boscosa a una trocha, en el trayecto hacia el centro de Cúcuta, pequeños grupos de migrantes salen corriendo temerosos de ser vistos por la policía. Diego, un contrabandista de alimentos, emerge de la maleza, mojado de la cintura para abajo y sosteniendo en alto una caja llena de aguacates maduros.

“El cruce suele hacerse en 10 a 15 minutos con tiempo bueno, pero siempre es peligroso. Cuando el río sube, la gente se puede ahogar y cuando las pandillas rivales se pelean, nos vemos atrapados en medio de los tiroteos».

El camino a Bucaramanga

Cae la tarde en las afueras de la ciudad, en un puesto de atención administrado por la Cruz Roja Colombiana, y un grupo de más de treinta migrantes discuten sobre las posibilidades que tienen. El calor del otoño en Cúcuta puede alcanzar los 30 grados centígrados, por lo que algunos prefieren viajar de noche y descansar a la sombra durante el día, aunque esta opción no esté exenta de riesgos.

A medida que el camino comienza a subir alejándose de la ciudad, se van desvaneciendo las casas en la distancia y se percibe la extensión del viaje. Aunque en muchos tramos del camino no se ve ni una casa ni una tienda, hay automóviles que disminuyen la velocidad para ofrecer a los caminantes llevarlos o para darles sándwiches o agua. Algunos colombianos se acuerdan de los tiempos en que también tuvieron que salir de su país rumbo a una tierra extranjera sin saber el futuro que les esperaba.

En el camino a Bucaramanga, encontrar un lugar normal para dormir fuera de las construcciones abandonadas y los toldos de las tiendas es un sueño lejano. Pero una pequeña red de alojamientos administrados por ciudadanos comienza a emerger en puntos clave a lo largo de la ruta.

A la entrada de la bulliciosa ciudad universitaria de Pamplona, situada a 2.500 metros sobre el nivel del mar, una residente de la ciudad ha abierto su acogedora casa de madera a los viajeros exhaustos. Hace más de un año, ella comenzó a ver que grupos de migrantes todos sucios de barro se acurrucaban bajo el techo de su garaje y se bañaban en el arroyo frente a su casa, y sintió ganas de ayudar.

“En el invierno eran principalmente hombres, pero en la primavera llegaron muchas más mujeres, algunas embarazadas, ancianos, discapacitados, así que me dije que tenía que hacer algo. He visto a personas con VIH, otras enfermas de cáncer, algunas que sufrían de hipotermia.  Les pasamos el secador de pelo, las envolvimos en mantas y les dimos comida caliente. Trabajo desde las cinco de la mañana hasta medianoche, pero me hace feliz ayudarles”.

Apoyada contra una pared de afuera de su casa está Yusmil, la muchacha de 18 años que vendió su cabello; logró avanzar un poco desde Cúcuta, ya que el grupo con el que iba decidió que ella y otra mujer viajaran en un camión con todas las maletas, mientras el resto seguía a pie.

Estamos preocupadas, esperamos que aparezcan. Me quedé despierta hasta las 2 de la madrugada por si llegaban. Un grupo que acaba de llegar los vio durmiendo en una choza abandonada en el camino más atrás”.

“Sin zapatos”

La mayoría de los migrantes ya han vendido sus teléfonos móviles para pagarse el viaje y, por lo tanto, mantenerse en contacto con los otros viajeros es un esfuerzo que los llena de ansiedad . Los que administran los refugios comparten información por los grupos de WhatsApp y pueden ayudar a mantener el contacto entre los migrantes que se han separado de su grupo.

En lo alto de la ciudad, en un puesto de atención de la Cruz Roja Colombiana cercano a una estación de servicio, la dura realidad del viaje comienza a manifestarse. Bajo un toldo de plástico, algunos migrantes están envueltos en edredones, algunos tiemblan vestidos con sudaderas y shorts. Venezuela es un país mucho más cálido que Colombia, y muchos  de los migrantes  nunca habían necesitado el tipo de ropa  que se usa para protegerse del frío de la montaña andina. Algunos llevan sandalias. Alfonso que va rumbo a Ecuador, muestra un par de zapatillas de deporte muy usadas que lleva en su bolso reservándolas para cuando llegue.

“¡No podré conseguirme un trabajo si ando sin zapatos!”, exclama sonriente.

La joven voluntaria Xiomara Carvajal de la Cruz Roja Colombiana ayuda a sus colegas a desarmar el toldo de plástico, y explica:

“No pueden dormir aquí porque el dueño de la estación de servicio no lo permite. Es peligroso porque a veces duermen en los camiones que están estacionados aquí”.

A pesar de los meses que lleva trabajando con migrantes, Xiomara sigue  espantándose por lo que ve: “Llegan en muy mal estado y, a veces, tenemos que trasladarlos al hospital local. Hay mucha gente mayor que llega deshidratada, y parecen estar al límite de sus fuerzas. También hay muchas mujeres embarazadas, algunas incluso que pierden sangre. Hasta nosotros nos asustamos”.

Todos acurrucados

Pamplona está a 3 a 4 horas en coche o a varios días a pie de Bucaramanga. Cuando comienza la meseta, desprovista de árboles, sopla un viento glacial  por entre los matorrales y los peñascos. La Cruz Roja Colombiana ha iniciado patrullas en camionetas para distribuir agua y bocadillos nutritivos, brindar primeros auxilios y dar consejos e información sobre el trayecto más complicado del camino.

Víctor León; obrero de la construcción de 26 años, oriundo de Valencia, se frota las manos.

“Anoche dormimos todos acurrucados en un callejón. Hace demasiado frío aquí. Tengo las manos tan congeladas que me queman. Nunca experimenté temperaturas como estas en mi vida, vengo de una ciudad donde todos los días hace 20 grados”.

Cuando la niebla se disipa y el camino por fin comienza a descender, Bucaramanga se revela con un mar de luces parpadeantes. La emoción de ir cuesta abajo hacia la civilización restaura el espíritu de los migrantes, pero para la mayoría no es más que el comienzo de otro capítulo.

Juan Juárez, de 28 años, se sienta en un muro afuera del parque Las Aguas en la entrada de la ciudad, mientras su hijo Santiago corre a su alrededor. Juan sonríe:

“Para él es una gran aventura, incluso está aprendiendo a pedir que los vehículos se detengan y nos recojan en el camino”.

Ya hace varios días  que Juan camina con su hijo sobre los hombros, pero fue un alivio cuando un camión los recogió y atravesaron el páramo, la etapa del viaje que más temía. Una de las veces que lo recogieron, su maleta –donde tenía su ropa y sobre todo su pasaporte- quedó en manos de un compañero venezolano que se prestó a ayudarlo. Ahora espera que el muchacho llegue pronto. Mirando a la distancia, Juan resalta:

“Sé que tengo que acostumbrarme a esto. Probablemente vayamos a estar lejos por mucho tiempo”.

La operación de la Cruz Roja Colombiana recibe el apoyo de socios del Movimiento y socios externos.

La Cruz Roja Colombiana está siendo apoyada y financiada por el Movimiento y socios externos.

El viaje desde Cúcuta

Durante décadas, la ciudad fronteriza de Cúcuta fue el punto de partida de las personas que escapaban de la inestabilidad de Colombia hacia una nueva vida en el vecino del norte. Hoy la situación es al revés.

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